Ágata - José Martín Paulino

 

La literatura permite accesar a una multiplicidad de universos. Estos, a su vez, hacen que se exploren temáticas y problemáticas que provocan diferentes sensaciones. Lo que significa que las manifestaciones literarias hacen que los lectores encaren producciones que lo lleven a experimentar disfrute o desagrado; felicidad o tristeza; incluso, de encontrar belleza en situaciones y temáticas poco comunes.

En las líneas siguientes presentamos el cuento Ágata del escritor francomacorisano, José Martín Paulino. Con este texto, el autor sumerge al lector en un erotismo inusual, con el empleo de estrategias discursivas fascinantes. Disfrútenlo.

 


 

ÁGATA


“Porque si es amante de los gatos habrá visto los espectáculos del amor con pelos y señales. Si supiera que son los animales más sensuales, hasta la carne cuando se la están comiendo la miran con odio (…) Las gatas son recelosas, malas, perversas, y la elegancia de sus ronquidos sexuales hacen que el gato se paralice frente a ellas.”

Euridice Canaán                                                                                                                                                                    Los depravados


“En Enjotumheim, que es la tierra de los gigantes, Utgarda-Loki desafía al Dios Thor a levantar un gato; el Dios, empleando todas sus fuerzas apenas logra que una de las patas no toque el suelo; el gato es la serpiente; Thor ha sido engañado por artes mágicas.”

 Jorge Luis Borges                                                                                                                                                          Manual de Zoología Fantástica

                         

Ahora estoy privada de la luz. Cuando no lo estaba era una lectora insaciable, aunque solo me interesaban los gatos como materia de estudio. Estas aficiones me vienen desde la infancia. A diferencia de otros niños que utilizaban el dinero disponible para adquirir juguetes y golosinas, yo prefería comprar un libro, un vídeo, una revista o cualquier otra fuente de información acerca de gatos. Mis padres se angustiaban por mis extrañas inclinaciones, pero siempre complacían mis caprichos de hija única. Recuerdo la tarde en que mi padre se presentó en nuestra casa con una enorme gata blanca, después de haberme pasado una semana sin comer, llorando desconsolada y diciendo que si no me compraban una gata me dejaría morir. Con la presencia de aquel animal se originó mi futura ceguera y felicidad. Sí, porque a pesar de mis ojos sin luz y mi vejez sin tiempo, en esta casa, sepultada en polvo y telarañas, la soledad no me ha visitado y mi felicidad desborda las paredes de este espacio.

El día que llegó mi bello y fatal felino, la alegría se me desbordaba por todo el cuerpo. Yo lo acariciaba y lo besaba hasta su hartazgo y le prodigaba los mimos y cuidados que no concedí a mi propio hijo. Pero sé que no soy perversa, que mi actitud respondió a la sinceridad de mi naturaleza deshumanizada.

 

CÁTULO

Recuerdo el día que la vi por primera vez. Recuerdo su cuello despejado, jugoso y opalino, sus ojos rasgados y marítimos y sus gatunos ronroneos y toda su juventud derramada a mis apetitos decadentes. Yo estaba viejo y cansado y el amor entre mi mujer y yo era un cadáver en descomposición. Ella amaba a los gatos más que a todo en el mundo y sabía que yo me había especializado en esa enigmática rama y en el pueblo no había otro veterinario con mi competencia. Sin embargo, en pocos días tratándola quedé acomplejado y adolorido por mi pírrica sabiduría en comparación con su erudición apabullante en materia de esos animales. Así que como usted verá, la perversa niña no llegó a mi oficina en procura de información, porque ella sabía que su diabólica ciencia superaba mis muchos años de estudios, que probablemente le doblaban la edad. Ella solo buscaba un hijo de mi cansado cuerpo, no por amor al hijo, al que luego dejaría morir, ni por instinto paridor de la hembra, simplemente por su amor a los gatos. Ese primer día de su visita me dejó perplejo cuando me propuso un día de placer donde a mí se me antojara. Y viendo mi pálida y temblorosa mudez, y sin reponerme del vértigo de la confusión, se despojó del vestidillo de sus catorce años y quedó en plena desnudez frente a mí, con desenvoltura de ramera experimentada. Su perfección demoníaca me sumió en una confusión que apenas me permitió tomar un poco de aliento para decirle, con entrecortadas y nerviosas palabras, que se alejara de allí y que no volviera a poner en peligro mi trabajo. Ella me sonrió con ironía y su mirada azulina se clavó como un filo cortante sobre mi rostro humillado por el tiempo. No dijo nada y en pocos minutos se colocó su menuda prenda y salió de la oficina con gestos de niña consentida, segura de que el hechizo de su armonía carnal había penetrado tan hondo en mí que no tardaría en buscarla y ella en conseguir su apetecida preñez.

 

 

ÁGATA

Con la llegada de mi gata y con mis recién cumplidos trece años inicié el ritual de mis sueños sin ropa interior. Esa noche me acosté más temprano que de costumbre, pretextando molestias menstruales y atranqué la puerta de mi habitación. Mi querida (a quien designé con el nombre de Mesalina) estaba a mi lado. Preparé mi lecho como si fuese para Fenelón, mi esposo amado, a quien ahora acaricio y beso en la penumbra de este cuarto, mientras mis pensamientos viajan hacia mi inútil e irremediable pasado. Cuando me desnudé y me tumbé bocarriba sobre mi cama, Mesalina no tardó en empezar a juguetear conmigo. Con su lengua helada y pegajosa inició a lamerme entera y a acariciarme con la escobilla de su cola. Pronto insistió en desgarrar mis pantis, pero me los quité, y me abrí en V, y ella no vaciló en introducir su lengua hasta lo más profundo de mi herida vaginal. Así empezaron mis placeres bestiales, los que aún disfruto a pesar de mi ceguera y mi vejez.

Mesalina y yo nos regocijábamos en nuestros goces lesbianos, pero deseábamos un gato que nos trasladara más lejos, a la más alta cima del placer concebible. Pronto notamos que nuestras lúbricas fruiciones se nos volvían monótonas y empezamos a buscar un compañero para formar un inagotable triángulo amoroso.

Una noche de luna inmensa, Mesalina y yo nos internamos en el bosque cercano a la casa de mis padres, y los maullidos calenturientos de mi compañera no tardaron en convocar la presencia de un inmenso gato con toda la noche en su piel. En menos de un minuto de previos ronroneos, Mesalina y el recién llegado se ayuntaron con dulce violencia y yo me hice a un lado para contemplar aquel espectáculo de dicha inenarrable. Los maullidos eran tan elocuentes que no pude controlar mis ganas desmadradas y me tumbé sobre la hojarasca, y me abrí bocarriba todo lo que pude, esperando que un inmenso falo de gato acudiera benévolo a desgarrar mi cálido y húmedo sexo de bestia de dúplice condición. Pero el miembro apetecido no llegó y las ganas me hacían sufrir  gozosamente. Así que no tardé en iniciarme en una desconocida manipulación alrededor de la fuente de mis mayores goces. Pronto nuestros triples gemidos, maullidos y jadeos horadaron la serena negritud de aquella noche. Cuando Mesalina y su advenedizo amante saciaron sus apetitos avanzaron hacia mí y empezaron a lamer y a acariciar mi cuerpo derribado sobre las hojas y la noche. Ambos exploraron minuciosamente cada resquicio de mi joven anatomía y succionaron mis relentes vaginales. Luego, el aparecido clavó su fino miembro en mis genitales hasta que estallé. A mi goce siguió el miedo de que el gato negro no quisiera acompañarnos hasta la casa de mis padres, pero Mesalina y yo tuvimos la suerte de regresar con nuestro compañero de orgía, con este que ahora me gruñe procurando su placer de cada día.


GRETA

(Primer lamento)

¿Por qué, Señor, me has castigado de esta forma, haciéndome engendrar un hijo de esta especie? ¿Qué hice para albergar en mi vientre criatura semejante? No he de preguntarme si estoy maldita, porque el resultado de mi parto lo atestigua, pero sí te pregunto: ¿Por qué, Señor, si no permitirías que yo trajera al mundo una criatura normal, como casi todos las traen, no impediste mi concepción, o hiciste que el lazo que me ataba al mundo me ahorcara?

 

CÁTULO

Cuando salió de mi oficina eran como las diez de la mañana. Yo tenía mucho trabajo acumulado, pero no podía concentrarme en él porque la imagen desnuda de la muchachita temeraria me robaba la calma y el calor de una avasallante excitación me lanzaba fuera de mi oficina y hacia ella. Así que no tardé en salir e irme a sentar al parque principal, apenado por no tener manera de comunicarme con ella, pero Ágata no tardó en presentarse como una aparición misteriosa. De inmediato se sentó a mi lado, con calculada picardía, y sus manos pequeñas, suaves y rosadas tomaron las mías, temblorosas como las de un adolescente sin experiencia en los menesteres del amor. Ella llevaba el mismo vestidito con que se había presentado, y cuando tomó una de mis manos y la introdujo en los botoncillos de sus pechos, y luego en la ranura del triángulo, noté que no llevaba ropa interior, al igual que cuando me visitó. Con mi voz aterida como la de un penitente de rodillas sobre un bloque de hielo, le pregunté:

-¿Qué deseas?

-A ti.

-¿Por qué? Estoy viejo y cansado, soy pobre y tengo una mujer y tres hijas que debo mantener.

-No importa.

-No puedes estar enamorada de mí.

-No lo estoy.

-Entonces, ¿por qué?

-Porque tú cuidas lo que yo amo.

-¿Y qué es lo que amas?

-Los gatos.

-Yo los odio. Cuando empecé a estudiarlos me atraían por su aspecto enigmático, pero luego fui conociendo su taimada naturaleza y empecé a despreciarlos.

-Sin embargo, nunca les has hecho daño. No has envenenado a ninguno ni le has prescrito o suministrado un medicamento equivocado.

- Hasta ahora mi odio no ha llegado a la intención del crimen.

-El mío traspasa sus límites.

Fue lo último que dijo en ese instante, y estiró su gallarda cabecita con gracia de flamenco, y su cuello semejó por un segundo una nota en sol, y su mirada marítima se derramó sobre mí como una luz narcótica, y sin explicarme cómo en poco tiempo llegamos a su casa y sus padres aceptaron la explicación de que yo era uno de sus profesores e íbamos a hacer una tarea en su habitación. Entramos y ella aseguró la puerta con tranca y pestillos.

En aquel insólito cuartucho había un montón de libros, revistas y vídeos acerca de gatos, así como un enorme tratado de ofiolatría  de nombre Danza de serpientes. También había una cama mediana sobre la que estaba tumbada una inmensa gata blanca que  me dijo se llamada Mesalina, amamantando a seis gatitos ansiosos. Un gato negro, mucho más grande que Mesalina, y cuya mirada reflejaba la misma sabiduría de su dueña, yacía tumbado en adormilada y perezosa posición en un extremo de la habitación. Aquel animal parecía el guardián y dueño del lugar. Cuando Ágata se desnudó y se colocó bocarriba sobre la cama y me invitó a que la poseyera como más lo deseara, vi que los ojos del gato (que luego supe se llamaba Fenelón) proyectaron sobre mí y la muchacha una negra y rabiosa luz, y empezó a emitir unos fuertes gruñidos que no me dejaron dudas de que aquella bestia estaba inundada de unos celos terribles, que la habrían llevado a matarme de no ser porque Ágata saltó del lecho y lo abrazó y lo besó con llanto y pasión desatados, y le secreteó algo al oído; luego introdujo la cabeza del animal en su vagina y éste lamió un poco y aparentó consolarse, como un niño satisfecho en sus caprichos, y se apartó otra vez hacia un rincón, envuelto ahora en una quietud  y en una aparente indiferencia que entiendo no era otra cosa que ansiedad contenida. Extrañamente, aquella escena, lejos de motivarme a escapar, provocó en mí una excitación juvenil y avancé hacia Ágata que yacía en V sobre la cama. Pensé encontrar en ella un recipiente de lava, pero solo hallé un amargo helado que se derretía de forma lenta.

-¿Por qué?- pregunté.

-Acaso quieres encontrar en mi gatuna naturaleza inclinación hacia el macho humano- me dijo-. Y al instante agregó: -¿Olvidaste cómo besaba y acariciaba a Fenelón?

-No, pero pensé... porque eres una hembra del sexo humano- dije, con voz deshilachada.

-Aunque tengo cuerpo, rostro y voz de humano, y sé, por desgracia, que un hijo de mi vientre tendrá características iguales, mi instinto sexual es de gata- concluyó.

No pude ni puedo explicar el nivel de mi asombro. Me quedé mudo de espanto, pero mis pies no me impulsaron al exterior de la habitación, sino hacia Ágata, que, a pesar del hielo de su cuerpo, me convocaba a fundirme en ella. Me quité la ropa con ansiedad de adolescente y me recosté a su lado, avergonzado de mi entristecido cuerpo de abuelo arruinado junto aquella criatura que podía ser mi nieta. Para sus fines, a ella no parecía importarle aquella diferencia abismal y no tardó en entrelazar sus bracitos alrededor de mi cuello, y sus labios fríos y sin amor se posaron sobre los míos, y la gata que estaba a nuestro lado alimentando a sus gatitos maulló y avanzó hacia nosotros con su pequeña pandilla, y Fenelón hizo igual. Me llené de miedo, pero ella me devolvió la confianza y me explicó que sus animales formarían parte del rito. El pozo del placer de Ágata estaba seco como el verano, pero las caricias y lamidos de Mesalina y sus seis hijos, así como los del gato, que no tardó en sumarse al concierto, provocaron en ella tal nivel de humedad que mi agitada verga se sembró como un puñal hasta lo más profundo de su rendija, sin estorbo, porque parecía que Fenelón, u otro gato, le había roído su frijol vaginal. En vano esperé de Ágata un regocijante estallido. Cuando no pude resistir más, me derramé tristemente en ella. Mis quejidos de placer parecían los de un animal mortalmente herido. De inmediato Ágata me apartó con asco absoluto, y Fenelón y la gata madre recogieron del recipiente del goce de la dueña mi ofrenda seminal, hasta provocarle el placer que yo no pude darle. El ceremonial se repitió varias veces en su casa, hasta el día en que fue a decirme que ya no me necesitaba, que estaba embarazada.


HORACIO

(Segundo lamento)

 

Señor, ¿qué pudo haber sucedido en las constituciones mía y de mi esposa para que nuestros jugos conformaran un ser tan contrario a nuestras naturalezas y esperanzas? Nosotros esperábamos una criatura para amarla, cuidarla e instruirla en tu santa religión, como mandas. Sin embargo, nos deparaste a la verduga de nuestras ilusiones. ¿Cómo nos lo explicas, Señor? ¿Cómo lo entenderemos a la luz de tu omnisciencia? Y pensar que sufriríamos   penas eternas si le cortáramos la vida a nuestro avieso engendro, al espejo atroz de tu ironía.

El destino de Edipo es una bendición comparado con el mío. Si yo fuese esposo de mi madre, asesino de mi padre, padre y hermano de mis hijos, estaría cantando de alegría, pero mi alma está en penumbras y es inútil que me arranque los ojos para vagar por esta ciega ciudad... Sobre ti, ¡oh monstruo de confusión y de mentira!, caerá la culpa de nuestra justicia.


ÁGATA

 

Cuando llegué a la casa con Mesalina y Fenelón, mis padres me reprendieron violentamente por haberme ausentado sin su consentimiento, y por regresar tan tarde y en compañía de otro gato. No les contesté, pero mi padre, herido por mi conducta y por lo que entendía la crueldad de mi indiferencia, intentó abofetearme. Mi agresiva mirada y los gruñidos de mis compañeros lo hicieron retroceder aterrado, y se refugió junto a mi madre en su habitación, ambos derrotados por la conciencia de que habían engendrado un monstruo. Fenelón (quien sigue siendo mi amante y que ahora me exige lo de siempre con una desesperación que me recuerda la intensidad de mis catorce años), Mesalina y yo nos encerramos en mi refugio y los tres nos acostamos y dormimos apacibles y sin culpa hasta la madrugada en que nos reencontramos con la fuerza de nuestras lubricidades desatadas.

Entre Mesalina, Fenelón y yo se formó una tríada amorosa en la que el placer no excluía ni privilegiaba a nadie. Así fue hasta la preñez de Mesalina, quien se llenó de odio contra mí cuando Fenelón la relegó, debido a su estado de gravidez, y me privilegió en noches absolutas. Tuve que hacer un gran esfuerzo para que Mesalina comprendiera. Hubo noches en que la maldita estuvo a punto de desgarrarme la cara, y hubo otras en que la ira me dominó y apreté su garganta hasta que la lástima aflojó la presión de mis manos. Pero llegaría el día en que la pena no acudiría y yo destrozaría su cuello. Sí, ahora lo recuerdo nítidamente, mientras Fenelón, mi único amor, escarba en mi cueva como si quisiera atrapar a su mágico ratón de cada día.

Varios días después de que Mesalina alumbraba sus seis hermosos gatitos, la relación entre los tres volvió a los niveles de equidad original, pero entonces fui yo quien se sintió devorada por mil cuchillos de celos, no por el amor compartido, sino por la dichosa maternidad de Mesalina, a quien veía lactar con fruición a sus criaturas. Sí, me embargó una envidiosa desesperación porque llegué a tener conciencia de que nunca engendraría tan hermosos animales.

Yo veía el cuerpo de ella florecido de hijos y me invadía la pena de no ser absolutamente una gata. En medio de mis padecimientos de hembra frustrada, tuve la resplandeciente idea de pensar en dejarme preñar por un hombre, ya que era imposible que Fenelón lograra tal hazaña. Así yo podría lactar no solo a los seis gatos de Mesalina, sino también a la misma Mesalina, a Fenelón y hasta a los próximos hijos de Mesalina y Fenelón, siempre que lo quisieran y yo pudiera. Pronto logré mi objetivo. La víctima y el instrumento de mi zoológica pasión fue Cátulo, el viejo y achacoso veterinario de la esquina, padre de tres hijas viejísimas y jamonas, y esposo de una horrible beata. Sí, yo pude buscarme un Apolo juvenil, pero daba igual porque no vibro con el hombre. Lo que yo deseaba era un macho humano cuyo semen fuese fecundante. Por misteriosas corrientes de informaciones supe que Cátulo, el veterinario de la calle ocho, era especialista en gatos, y a pesar de que por esas mismas corrientes supe que aquel viejo odiaba a los gatos, también me enteré de que no le había hecho daño a ningún compañero de mi raza y simpatía. Por eso lo busqué y no tardó en regalarme mi anhelada preñez... Mi hijo, demasiado humano, vio la luz un viernes ocho de un mes y un año que he olvidado. En vano esperé que un golpe de suerte de la naturaleza me hiciera alumbrar a uno o varios gatitos tan hermosos como los de Mesalina, pero me resigné a la mala fortuna, porque tuve la dicha de que mis pechos casi se me desprendían de madura abundancia. Mis pequeñas tetas misteriosamente se habían convertido en dos enormes ubres que casi superaban las de cualquier bovino lechero. Así que me convertí en una ubérrima y generosa madre para mis animales. Cada vez que algunos o todos lo requerían, me tumbaba solícita a sus requerimientos nutricionales, en turnos que no provocaban conflictos entre los lactantes. A veces yo parecía un cadáver exquisito devorado tiernamente por mis felinos. Hasta Fenelón succionaba mis pechos con nerviosa inquietud, como un infante desprotegido y triste, mientras que en un rincón de la habitación mi hijo se desgañitaba de hambre en su cunita de pobre.

 

CÁTULO

Luego busqué a Ágata y le pedí que me entregara a nuestro hijo que, aunque a escondidas, yo cuidaría de él como era debido, porque si bien el pequeño había tenido la suerte de nacer sano y normal, no tardaría en enfermar en aquel ambiente infestado de gatos. Cuando le hablé de ello, las aguas claras de sus pupilas se enturbiaron de ira y me dijo que los humanos estábamos más infestados por la maldad que aquellos “inocentes” animales y que no soñara con que me entregaría al niño. Luego supe que lo dejó morir de hambre y que sus padres, avergonzados, dijeron que el niño había fallecido de causa natural, víctima de una enfermedad congénita. Aquella mentira me llenó de ira porque yo había pagado y verificado con el ginecólogo los estudios requeridos, los cuales no arrojaron morbilidad en el feto. Guardé silencio, temiendo que mi mujer y mis tres hijas se enteraran, pero Ágata se encargó de hacerles saber la verdad de mi paternidad aberrante, y les mintió al decirles que yo la había violado camino a la escuela. Mi moral, mi trabajo y mi hogar se despeñaron sin retorno, y ahora, mucho más viejo y cansado, desempleado y decepcionado de la incurable injusticia del mundo, deambulo por las calles de este pueblo y apenas subsisto debido al ejercicio de la caridad pública.

 

HORACIO Y GRETA

Horacio: ¿Fuiste adonde el sacerdote?

Greta: Sí, lo hice.

Horacio: ¿Y qué te dijo?

Greta: Me dijo que lo de Ágata es solo fantasía nuestra, que ella es como cualquier otro niño al que le gustan los gatos.

Horacio: ¡Maldito! Si él viviera nuestro drama tal vez no hablaría así. ¿Le explicaste el extraño comportamiento de Ágata?

Greta: Se lo dije, pero se sonrió dubitativo y dijo que nuestras quimeras son expresión natural de nuestros celos, debido a que Ágata prefiere la compañía de los gatos a la nuestra, que con el correr del tiempo todo cambiará y que por ahora nuestro deber es vacunar a los gatos para que en el futuro nuestra hija tenga descendientes sanos y felices.

Horacio: ¡Desgraciado! Él también será responsable de mi acto.

Greta: ¿Qué acto? No estarás pensando...

Horacio: ¡Sí, estoy decidido! ¡La voy a eliminar junto a su asquerosa pandilla!

Greta: ¡Qué horror!.. (se interrumpe el diálogo y entra Ágata. Los tres guardan silencio y la muchacha interpreta en los ojos de su padre el contenido de la conversación y el propósito de éste).

 

ÁGATA

Algunos meses antes de mi embarazo, Mesalina, Fenelón y yo planeamos expulsar a mis padres de la casa. Yo había leído en los decepcionados ojos de mi padre la idea de eliminarnos. Fue un imperdonable error de nuestra parte no cobrarle con la muerte su intención, porque fueron ellos quienes nos expulsaron de la casa. Lo decidieron cuando les impedí socorrer a su nieto, al que vieron morir de hambre. No me creyeron cuando les dije que el niño no lloraba por hambre, sino por simple ñoñería. La verdad era que mi leche pertenecía exclusivamente a mis gatos.

El día en que mi hijo murió, se lo entregué a sus abuelos para la ceremonia de sepultura, alegando que mi dolor era muy grande para poder acompañar al engendro de mis entrañas a su morada definitiva. Al regreso del cementerio mis progenitores se hicieron acompañar de algunas personas decididas y nos expulsaron como a intrusos aberrantes y usurpadores de un espacio que no les pertenecía. Ninguno de nosotros salió herido y tuvimos la suerte de encontrar esta casucha destartalada, la que fui acondicionando con diversos y extraños materiales extraídos del bosque profundo durante muchas noches.

Para nuestra dicha, mis felinos y yo nos adaptamos a este nuevo espacio, donde hemos tenido la suerte de no haber sido importunados por humanos ni otros animales, hasta ahora. Sin embargo, meses después de la reubicación sucedió una doble desgracia que alteró por un tiempo nuestra forma de vida. Resultó que a Mesalina (que alimentaba junto a mí a su nueva camada) de repente se le secaron las mamas, como consecuencia de su nuevo embarazo. Entonces, como era lógico, todos los gatos empezaron a nutrirse de mí; además, Fenelón dejó de requerirla y solo tenía vista y deseos para mí. Mesalina fue azotada por los celos y aprovechó un estado de indefensión mía en que yo lactaba a nuestros hijos para saltarme directo a los ojos e iniciar su empeño de arrebatarme la luz. Fue una contienda atroz. Recuerdo el desgarrador dolor cuando una de sus garras desinfló uno de mis ojos. Recuerdo que Fenelón (intentando apartar a Mesalina de mi rostro, y tratando de evitar que yo pudiera atrapar el ancho cuello de la agresora) se enredó en batalla con ella. El escenario de aquella refriega a muerte era mi joven y bella cara. Pronto sentí otro rayo de sombra penetrar en mi otro ojo, pero tuve la fortuna de sostener entre mis manos el cuello de la enemiga, y lo apreté con todas mis fuerzas, mientras gritaba estruendosamente de un dolor que las palabras no pueden testimoniar, al tiempo que los recipientes que habían contenido la luz de mis ojos se vaciaban lentamente en un rojo lagrimeo que se derramaba por mi cuerpo. Recuerdo cuando tiré a cualquier lado el cuerpo sin aliento de Mesalina. Entonces, al sumo dolor se agregó el miedo de que Fenelón acabara con mi vida o que me abandonara, pero el animal empezó a lamer mis heridas con inefable dulzura, al tiempo que me acariciarme con su sedoso pelambre. En ese momento supe que  no me dejaría, a pesar de mi ceguera que ya sabía irreparable.

Todavía no habían sanado mis heridas cuando se reinició nuestra íntima relación con ímpetus inusitados, pero creo que nunca como en este momento en que evoco el fantasma de mi vida pasada, Fenelón había estado tan ansioso y urgido de mi entristecida carne.

Han pasado muchos años desde que vivimos aquí, y son incontables los gatos nacidos en este refugio y los que han venido a alojarse en él, así como todos los que se han ido buscando sus parejas y sus destinos. Sin embargo, Fenelón siempre ha permanecido a mi lado. No dudo que haya tenido amores fortuitos y montunos, pero no lo considero infidelidad; su fidelidad ha sido su eterna permanencia a mi lado. No, no le exijo que se someta a la exclusividad de mi sexo de mascada de vieja...

FIN

En la sombra - José Martín Paulino

 


A continuación, se presenta uno de los cuentos más fascinantes del escritor francomacorisano, José Martín Paulino. Este forma parte de: Antes de que la casa se derrumbe (2019), libro con el cual fue galardonado Premio Anual de Cuento 2020.

 Con En la sombra, el autor es capaz de cautivar a los lectores por el manejo de su prosa. Disfrútenlo.

EN LA SOMBRA

 

Entonces me depositaron en este recinto tenebroso y me abandonaron como a cosa prescindible. Sé que a la prisión exterior le nacen claridades y vuelos de pájaros y hermosas presencias vegetales y niños que juegan a armar un mundo feliz y floración de muchachas… Recuerdo a la muchacha que cada día me alumbraba el día frente a mi casa, porque yo tenía una casa, precaria, sí, pero mi casa, mi casa que se llevaron los basuristas…A diario la muchacha me bañaba en sonrisas pensándome indefenso, y yo le decía versos que la mecían en vanidades. Aquel día se derramó íntegra sobre mí. Entonces fue el  día del juicio: me acusaron de estuprar los encantos de la muchacha. Pero no: fue ella quien me abrazó con sus anillos y me hundió en sus aguas, ¡bendita serpiente líquida de mi irrecuperable paraíso!

Sí, olvidado. Aquí todo es distinto. Aquí no nace la luz, tampoco la sombra; la sombra es una permanencia atroz... A pesar de la gran mancha observo el lento crecimiento de los hongos en las paredes, los hongos que me gusta comer. Yo no estaría tan triste si este lugar no estuviera tan oscuro, si algún trocito de claridad agujereara esta gran sombra que todo lo aprisiona. Con esta falta de luz mi mente se anochece con frecuencia, me violento y comienzo a golpear las paredes de esta cárcel. ¿Cárcel? Pero no recuerdo haber matado a alguien ni violado a la muchacha. Aunque sí recuerdo el látigo de la justicia flagelándome, y la multitud regocijada, y los palos y las piedras y las patadas y la prisión. Luego la libertad con mi razón mutilada, y después mi casa construida con desechos callejeros. Así fue como me trajeron de vuelta, esta vez acusado de violar los basurales. Sí, me han hecho creer que estoy loco…

Cuando me violento entran tres hombres muy fuertes, vestidos de blanco para hacerme creer que estoy en una clínica o en un hospital, y me inyectan, y siento que mis demonios empiezan a reducir su velocidad. Pero ahora creo que me voy a violentar de nuevo. Sí, de nuevo: ya no soporto más negrura… Recuerdo que entonces me dio con recorrer las calles de mi ciudad en un vaivén monótono y pesaroso. Sí, mi ciudad/pulpo con sus calles/tentáculos que desembocan en el punto exacto de mi desolación. Aquello fue después de los tiempos en que me reunía con mis amigos a planificar la redención de mi país, y mucho después de que las balas marchitaran las rosas/corazones de los inmolados: Manuel/Héctor/José/Bienvenido/Antonio/Luis/ Francisco, y tantos otros sin rótulos ni lápidas ni consuelo de memoria. Pero mis otros compañeros retornaron a la resignada quietud; solo yo seguí desandando los paisajes del sueño. Por eso me dio con recorrer la ciudad y dormir en los basurales. Sí, mis romerías, mis tragos regalados en barritas de buenas muertes, y las risotadas, y las burlas tristes de los alegres comediantes, y la serpiente decapitada en plena calle Castillo, y el gozo carnavalesco de la multitud haciendo círculo alrededor de la víctima, retorciéndose a causa de la inocencia terrible de los neumáticos, y la voz de un cristiano: “¡Pero dónde encontraron esa diabla!”.

Sí, también me dio con orinar la luna y coleccionar estrellas y comerme los huesos de las cerezas y mascar el sol como a pan recién horneado y beberme la noche como a un narcótico ineludible y delirar por los frutos y los manantiales de la muchacha. Ah, olvidaba decir que aquí abundan las ratas y como el hambre no me da tregua me como cuantas pueda atrapar…

Cuando yo tenía quince años mis padres me mandaban con frecuencia al matadero municipal, y veía cuando los oficiantes golpeaban con globos de acero y tubos de hierro las cabezas bovinas, porcinas y caprinas. Luego observaba el empuje y el tránsito del cuchillo hacia las desgarraduras de los corazones. Sí, las rosas rojas de los inmolados. Y la sangre brotaba en hilos largos, espesos y abundantes, y al coagularse la ofrendaban al paladar de los peces por aquello de las proteínas…

Sí, la multitud… Y colocaron la culebra triturada y sangrante alrededor del cuello de la demente emblemática. Y ella, con el collar de carne manchándole la ajada blusa, empezó su avance por toda la ciudad, cual mártir sin consuelo de Gólgota ni discípulos, seguida de una multitud de ebrios y crueles danzantes. Y yo fui en su auxilio, pero era muy débil para enfrentarme a aquel gusano inmenso abrazado en una sola vileza. Y golpearon mi cuerpo, y me dejaron sangrante y moribundo sobre la plaza del héroe mayor, y la procesión siguió adelante…

Sí, a mí me gusta la carne, toda, hasta la de estos ratones que no me dejan dormir… Cuando yo era pequeño, mi madre le pedía fervorosamente a Dios para que a mí me diera deseo de comer carne, porque de lo contrario me decían, crecería muy débil y no tendría fuerzas para trabajar. Sí, me lo decían: ten cuidado que tu salud es frágil y no podrás resistir los ataques de los sabuesos del Leviatán.

Si por lo menos entrara un chorrito de luz tal vez yo no tendría necesidad de esta carne y estos hongos. ¡Sí, quiero carne, quiero luz! Estoy desesperado y a punto de empezar a golpear las paredes. Después vendrán los hombres de blanco para hacerme creer que estoy en una clínica o en un hospital, pero esto es una cárcel. ¡No, no he matado a nadie ni violado a la muchacha! ¡Sí, quiero carne, quiero luz! Pero no veo un solo ratón y las paredes están frías y silenciosas!