La literatura permite accesar a una multiplicidad de
universos. Estos, a su vez, hacen que se exploren temáticas y problemáticas
que provocan diferentes sensaciones. Lo que significa que las manifestaciones literarias
hacen que los lectores encaren producciones que lo lleven a experimentar disfrute o desagrado; felicidad o
tristeza; incluso, de encontrar belleza en situaciones y temáticas poco
comunes.
En las líneas siguientes presentamos el cuento Ágata
del escritor francomacorisano, José Martín Paulino. Con este texto, el autor
sumerge al lector en un erotismo inusual, con el empleo de estrategias discursivas
fascinantes. Disfrútenlo.
ÁGATA
“Porque si es amante de los gatos habrá visto los espectáculos del amor con pelos y señales. Si supiera que son los animales más sensuales, hasta la carne cuando se la están comiendo la miran con odio (…) Las gatas son recelosas, malas, perversas, y la elegancia de sus ronquidos sexuales hacen que el gato se paralice frente a ellas.”
Euridice Canaán Los depravados
“En Enjotumheim, que es la tierra de los gigantes, Utgarda-Loki desafía al Dios Thor a levantar un gato; el Dios, empleando todas sus fuerzas apenas logra que una de las patas no toque el suelo; el gato es la serpiente; Thor ha sido engañado por artes mágicas.”
Jorge Luis Borges Manual de Zoología Fantástica
Ahora estoy
privada de la luz. Cuando no lo estaba era una lectora insaciable, aunque solo
me interesaban los gatos como materia de estudio. Estas aficiones me vienen
desde la infancia. A diferencia de otros niños que utilizaban el dinero
disponible para adquirir juguetes y golosinas, yo prefería comprar un libro, un
vídeo, una revista o cualquier otra fuente de información acerca de gatos. Mis
padres se angustiaban por mis extrañas inclinaciones, pero siempre complacían
mis caprichos de hija única. Recuerdo la tarde en que mi padre se presentó en
nuestra casa con una enorme gata blanca, después de haberme pasado una semana
sin comer, llorando desconsolada y diciendo que si no me compraban una gata me
dejaría morir. Con la presencia de aquel animal se originó mi futura ceguera y
felicidad. Sí, porque a pesar de mis ojos sin luz y mi vejez sin tiempo, en
esta casa, sepultada en polvo y telarañas, la soledad no me ha visitado y mi
felicidad desborda las paredes de este espacio.
El día que
llegó mi bello y fatal felino, la alegría se me desbordaba por todo el cuerpo.
Yo lo acariciaba y lo besaba hasta su hartazgo y le prodigaba los mimos y
cuidados que no concedí a mi propio hijo. Pero sé que no soy perversa, que mi
actitud respondió a la sinceridad de mi naturaleza deshumanizada.
CÁTULO
Recuerdo el
día que la vi por primera vez. Recuerdo su cuello despejado, jugoso y opalino,
sus ojos rasgados y marítimos y sus gatunos ronroneos y toda su juventud
derramada a mis apetitos decadentes. Yo estaba viejo y cansado y el amor entre
mi mujer y yo era un cadáver en descomposición. Ella amaba a los gatos más que
a todo en el mundo y sabía que yo me había especializado en esa enigmática rama
y en el pueblo no había otro veterinario con mi competencia. Sin embargo, en
pocos días tratándola quedé acomplejado y adolorido por mi pírrica sabiduría en
comparación con su erudición apabullante en materia de esos animales. Así que
como usted verá, la perversa niña no llegó a mi oficina en procura de
información, porque ella sabía que su diabólica ciencia superaba mis muchos
años de estudios, que probablemente le doblaban la edad. Ella solo buscaba un
hijo de mi cansado cuerpo, no por amor al hijo, al que luego dejaría morir, ni
por instinto paridor de la hembra, simplemente por su amor a los gatos. Ese
primer día de su visita me dejó perplejo cuando me propuso un día de placer
donde a mí se me antojara. Y viendo mi pálida y temblorosa mudez, y sin
reponerme del vértigo de la confusión, se despojó del vestidillo de sus catorce
años y quedó en plena desnudez frente a mí, con desenvoltura de ramera
experimentada. Su perfección demoníaca me sumió en una confusión que apenas me
permitió tomar un poco de aliento para decirle, con entrecortadas y nerviosas
palabras, que se alejara de allí y que no volviera a poner en peligro mi
trabajo. Ella me sonrió con ironía y su mirada azulina se clavó como un filo
cortante sobre mi rostro humillado por el tiempo. No dijo nada y en pocos
minutos se colocó su menuda prenda y salió de la oficina con gestos de niña
consentida, segura de que el hechizo de su armonía carnal había penetrado tan
hondo en mí que no tardaría en buscarla y ella en conseguir su apetecida
preñez.
ÁGATA
Con la llegada
de mi gata y con mis recién cumplidos trece años inicié el ritual de mis sueños
sin ropa interior. Esa noche me acosté más temprano que de costumbre,
pretextando molestias menstruales y atranqué la puerta de mi habitación. Mi
querida (a quien designé con el nombre de Mesalina) estaba a mi lado. Preparé
mi lecho como si fuese para Fenelón, mi esposo amado, a quien ahora acaricio y
beso en la penumbra de este cuarto, mientras mis pensamientos viajan hacia mi
inútil e irremediable pasado. Cuando me desnudé y me tumbé bocarriba sobre mi
cama, Mesalina no tardó en empezar a juguetear conmigo. Con su lengua helada y
pegajosa inició a lamerme entera y a acariciarme con la escobilla de su cola.
Pronto insistió en desgarrar mis pantis, pero me los quité, y me abrí en V, y
ella no vaciló en introducir su lengua hasta lo más profundo de mi herida
vaginal. Así empezaron mis placeres bestiales, los que aún disfruto a pesar de
mi ceguera y mi vejez.
Mesalina y yo
nos regocijábamos en nuestros goces lesbianos, pero deseábamos un gato que nos
trasladara más lejos, a la más alta cima del placer concebible. Pronto notamos
que nuestras lúbricas fruiciones se nos volvían monótonas y empezamos a buscar
un compañero para formar un inagotable triángulo amoroso.
Una noche de
luna inmensa, Mesalina y yo nos internamos en el bosque cercano a la casa de
mis padres, y los maullidos calenturientos de mi compañera no tardaron en
convocar la presencia de un inmenso gato con toda la noche en su piel. En menos
de un minuto de previos ronroneos, Mesalina y el recién llegado se ayuntaron
con dulce violencia y yo me hice a un lado para contemplar aquel espectáculo de
dicha inenarrable. Los maullidos eran tan elocuentes que no pude controlar mis
ganas desmadradas y me tumbé sobre la hojarasca, y me abrí bocarriba todo lo
que pude, esperando que un inmenso falo de gato acudiera benévolo a desgarrar
mi cálido y húmedo sexo de bestia de dúplice condición. Pero el miembro
apetecido no llegó y las ganas me hacían sufrir
gozosamente. Así que no tardé en iniciarme en una desconocida
manipulación alrededor de la fuente de mis mayores goces. Pronto nuestros
triples gemidos, maullidos y jadeos horadaron la serena negritud de aquella
noche. Cuando Mesalina y su advenedizo amante saciaron sus apetitos avanzaron
hacia mí y empezaron a lamer y a acariciar mi cuerpo derribado sobre las hojas
y la noche. Ambos exploraron minuciosamente cada resquicio de mi joven anatomía
y succionaron mis relentes vaginales. Luego, el aparecido clavó su fino miembro
en mis genitales hasta que estallé. A mi goce siguió el miedo de que el gato
negro no quisiera acompañarnos hasta la casa de mis padres, pero Mesalina y yo
tuvimos la suerte de regresar con nuestro compañero de orgía, con este que
ahora me gruñe procurando su placer de cada día.
GRETA
(Primer lamento)
¿Por
qué, Señor, me has castigado de esta forma, haciéndome engendrar un hijo de
esta especie? ¿Qué hice para albergar en mi vientre criatura semejante? No he
de preguntarme si estoy maldita, porque el resultado de mi parto lo atestigua,
pero sí te pregunto: ¿Por qué, Señor, si no permitirías que yo trajera al mundo
una criatura normal, como casi todos las traen, no impediste mi concepción, o
hiciste que el lazo que me ataba al mundo me ahorcara?
CÁTULO
Cuando salió
de mi oficina eran como las diez de la mañana. Yo tenía mucho trabajo
acumulado, pero no podía concentrarme en él porque la imagen desnuda de la
muchachita temeraria me robaba la calma y el calor de una avasallante
excitación me lanzaba fuera de mi oficina y hacia ella. Así que no tardé en salir
e irme a sentar al parque principal, apenado por no tener manera de comunicarme
con ella, pero Ágata no tardó en presentarse como una aparición misteriosa. De
inmediato se sentó a mi lado, con calculada picardía, y sus manos pequeñas,
suaves y rosadas tomaron las mías, temblorosas como las de un adolescente sin
experiencia en los menesteres del amor. Ella llevaba el mismo vestidito con que
se había presentado, y cuando tomó una de mis manos y la introdujo en los
botoncillos de sus pechos, y luego en la ranura del triángulo, noté que no
llevaba ropa interior, al igual que cuando me visitó. Con mi voz aterida como
la de un penitente de rodillas sobre un bloque de hielo, le pregunté:
-¿Qué deseas?
-A ti.
-¿Por qué?
Estoy viejo y cansado, soy pobre y tengo una mujer y tres hijas que debo
mantener.
-No importa.
-No puedes
estar enamorada de mí.
-No lo estoy.
-Entonces,
¿por qué?
-Porque tú
cuidas lo que yo amo.
-¿Y qué es lo
que amas?
-Los gatos.
-Yo los odio.
Cuando empecé a estudiarlos me atraían por su aspecto enigmático, pero luego
fui conociendo su taimada naturaleza y empecé a despreciarlos.
-Sin embargo,
nunca les has hecho daño. No has envenenado a ninguno ni le has prescrito o
suministrado un medicamento equivocado.
- Hasta ahora
mi odio no ha llegado a la intención del crimen.
-El mío
traspasa sus límites.
Fue lo último
que dijo en ese instante, y estiró su gallarda cabecita con gracia de flamenco,
y su cuello semejó por un segundo una nota en sol, y su mirada marítima se
derramó sobre mí como una luz narcótica, y sin explicarme cómo en poco tiempo
llegamos a su casa y sus padres aceptaron la explicación de que yo era uno de
sus profesores e íbamos a hacer una tarea en su habitación. Entramos y ella
aseguró la puerta con tranca y pestillos.
En aquel
insólito cuartucho había un montón de libros, revistas y vídeos acerca de
gatos, así como un enorme tratado de ofiolatría
de nombre Danza de serpientes.
También había una cama mediana sobre la que estaba tumbada una inmensa gata
blanca que me dijo se llamada Mesalina,
amamantando a seis gatitos ansiosos. Un gato negro, mucho más grande que Mesalina,
y cuya mirada reflejaba la misma sabiduría de su dueña, yacía tumbado en
adormilada y perezosa posición en un extremo de la habitación. Aquel animal
parecía el guardián y dueño del lugar. Cuando Ágata se desnudó y se colocó
bocarriba sobre la cama y me invitó a que la poseyera como más lo deseara, vi
que los ojos del gato (que luego supe se llamaba Fenelón) proyectaron sobre mí
y la muchacha una negra y rabiosa luz, y empezó a emitir unos fuertes gruñidos
que no me dejaron dudas de que aquella bestia estaba inundada de unos celos
terribles, que la habrían llevado a matarme de no ser porque Ágata saltó del
lecho y lo abrazó y lo besó con llanto y pasión desatados, y le secreteó algo
al oído; luego introdujo la cabeza del animal en su vagina y éste lamió un poco
y aparentó consolarse, como un niño satisfecho en sus caprichos, y se apartó
otra vez hacia un rincón, envuelto ahora en una quietud y en una aparente indiferencia que entiendo
no era otra cosa que ansiedad contenida. Extrañamente, aquella escena, lejos de
motivarme a escapar, provocó en mí una excitación juvenil y avancé hacia Ágata
que yacía en V sobre la cama. Pensé encontrar en ella un recipiente de lava,
pero solo hallé un amargo helado que se derretía de forma lenta.
-¿Por qué?-
pregunté.
-Acaso quieres
encontrar en mi gatuna naturaleza inclinación hacia el macho humano- me dijo-.
Y al instante agregó: -¿Olvidaste cómo besaba y acariciaba a Fenelón?
-No, pero
pensé... porque eres una hembra del sexo humano- dije, con voz deshilachada.
-Aunque tengo
cuerpo, rostro y voz de humano, y sé, por desgracia, que un hijo de mi vientre
tendrá características iguales, mi instinto sexual es de gata- concluyó.
No pude ni
puedo explicar el nivel de mi asombro. Me quedé mudo de espanto, pero mis pies
no me impulsaron al exterior de la habitación, sino hacia Ágata, que, a pesar
del hielo de su cuerpo, me convocaba a fundirme en ella. Me quité la ropa con
ansiedad de adolescente y me recosté a su lado, avergonzado de mi entristecido
cuerpo de abuelo arruinado junto aquella criatura que podía ser mi nieta. Para
sus fines, a ella no parecía importarle aquella diferencia abismal y no tardó
en entrelazar sus bracitos alrededor de mi cuello, y sus labios fríos y sin
amor se posaron sobre los míos, y la gata que estaba a nuestro lado alimentando
a sus gatitos maulló y avanzó hacia nosotros con su pequeña pandilla, y Fenelón
hizo igual. Me llené de miedo, pero ella me devolvió la confianza y me explicó
que sus animales formarían parte del rito. El pozo del placer de Ágata estaba
seco como el verano, pero las caricias y lamidos de Mesalina y sus seis hijos,
así como los del gato, que no tardó en sumarse al concierto, provocaron en ella
tal nivel de humedad que mi agitada verga se sembró como un puñal hasta lo más
profundo de su rendija, sin estorbo, porque parecía que Fenelón, u otro gato,
le había roído su frijol vaginal. En vano esperé de Ágata un regocijante
estallido. Cuando no pude resistir más, me derramé tristemente en ella. Mis
quejidos de placer parecían los de un animal mortalmente herido. De inmediato
Ágata me apartó con asco absoluto, y Fenelón y la gata madre recogieron del
recipiente del goce de la dueña mi ofrenda seminal, hasta provocarle el placer
que yo no pude darle. El ceremonial se repitió varias veces en su casa, hasta
el día en que fue a decirme que ya no me necesitaba, que estaba embarazada.
HORACIO
(Segundo lamento)
Señor,
¿qué pudo haber sucedido en las constituciones mía y de mi esposa para que
nuestros jugos conformaran un ser tan contrario a nuestras naturalezas y
esperanzas? Nosotros esperábamos una criatura para amarla, cuidarla e
instruirla en tu santa religión, como mandas. Sin embargo, nos deparaste a la
verduga de nuestras ilusiones. ¿Cómo nos lo explicas, Señor? ¿Cómo lo
entenderemos a la luz de tu omnisciencia? Y pensar que sufriríamos penas eternas si le cortáramos la vida a
nuestro avieso engendro, al espejo atroz de tu ironía.
El
destino de Edipo es una bendición comparado con el mío. Si yo fuese esposo de
mi madre, asesino de mi padre, padre y hermano de mis hijos, estaría cantando
de alegría, pero mi alma está en penumbras y es inútil que me arranque los ojos
para vagar por esta ciega ciudad... Sobre ti, ¡oh monstruo de confusión y de
mentira!, caerá la culpa de nuestra justicia.
ÁGATA
Cuando llegué
a la casa con Mesalina y Fenelón, mis padres me reprendieron violentamente por
haberme ausentado sin su consentimiento, y por regresar tan tarde y en compañía
de otro gato. No les contesté, pero mi padre, herido por mi conducta y por lo
que entendía la crueldad de mi indiferencia, intentó abofetearme. Mi agresiva
mirada y los gruñidos de mis compañeros lo hicieron retroceder aterrado, y se
refugió junto a mi madre en su habitación, ambos derrotados por la conciencia
de que habían engendrado un monstruo. Fenelón (quien sigue siendo mi amante y
que ahora me exige lo de siempre con una desesperación que me recuerda la
intensidad de mis catorce años), Mesalina y yo nos encerramos en mi refugio y
los tres nos acostamos y dormimos apacibles y sin culpa hasta la madrugada en
que nos reencontramos con la fuerza de nuestras lubricidades desatadas.
Entre
Mesalina, Fenelón y yo se formó una tríada amorosa en la que el placer no
excluía ni privilegiaba a nadie. Así fue hasta la preñez de Mesalina, quien se
llenó de odio contra mí cuando Fenelón la relegó, debido a su estado de
gravidez, y me privilegió en noches absolutas. Tuve que hacer un gran esfuerzo
para que Mesalina comprendiera. Hubo noches en que la maldita estuvo a punto de
desgarrarme la cara, y hubo otras en que la ira me dominó y apreté su garganta
hasta que la lástima aflojó la presión de mis manos. Pero llegaría el día en
que la pena no acudiría y yo destrozaría su cuello. Sí, ahora lo recuerdo
nítidamente, mientras Fenelón, mi único amor, escarba en mi cueva como si
quisiera atrapar a su mágico ratón de cada día.
Varios días
después de que Mesalina alumbraba sus seis hermosos gatitos, la relación entre
los tres volvió a los niveles de equidad original, pero entonces fui yo quien
se sintió devorada por mil cuchillos de celos, no por el amor compartido, sino
por la dichosa maternidad de Mesalina, a quien veía lactar con fruición a sus
criaturas. Sí, me embargó una envidiosa desesperación porque llegué a tener
conciencia de que nunca engendraría tan hermosos animales.
Yo veía el
cuerpo de ella florecido de hijos y me invadía la pena de no ser absolutamente
una gata. En medio de mis padecimientos de hembra frustrada, tuve la
resplandeciente idea de pensar en dejarme preñar por un hombre, ya que era
imposible que Fenelón lograra tal hazaña. Así yo podría lactar no solo a los
seis gatos de Mesalina, sino también a la misma Mesalina, a Fenelón y hasta a
los próximos hijos de Mesalina y Fenelón, siempre que lo quisieran y yo
pudiera. Pronto logré mi objetivo. La víctima y el instrumento de mi zoológica
pasión fue Cátulo, el viejo y achacoso veterinario de la esquina, padre de tres
hijas viejísimas y jamonas, y esposo de una horrible beata. Sí, yo pude
buscarme un Apolo juvenil, pero daba igual porque no vibro con el hombre. Lo
que yo deseaba era un macho humano cuyo semen fuese fecundante. Por misteriosas
corrientes de informaciones supe que Cátulo, el veterinario de la calle ocho,
era especialista en gatos, y a pesar de que por esas mismas corrientes supe que
aquel viejo odiaba a los gatos, también me enteré de que no le había hecho daño
a ningún compañero de mi raza y simpatía. Por eso lo busqué y no tardó en
regalarme mi anhelada preñez... Mi hijo, demasiado humano, vio la luz un
viernes ocho de un mes y un año que he olvidado. En vano esperé que un golpe de
suerte de la naturaleza me hiciera alumbrar a uno o varios gatitos tan hermosos
como los de Mesalina, pero me resigné a la mala fortuna, porque tuve la dicha
de que mis pechos casi se me desprendían de madura abundancia. Mis pequeñas
tetas misteriosamente se habían convertido en dos enormes ubres que casi
superaban las de cualquier bovino lechero. Así que me convertí en una ubérrima
y generosa madre para mis animales. Cada vez que algunos o todos lo requerían,
me tumbaba solícita a sus requerimientos nutricionales, en turnos que no
provocaban conflictos entre los lactantes. A veces yo parecía un cadáver
exquisito devorado tiernamente por mis felinos. Hasta Fenelón succionaba mis
pechos con nerviosa inquietud, como un infante desprotegido y triste, mientras
que en un rincón de la habitación mi hijo se desgañitaba de hambre en su cunita
de pobre.
CÁTULO
Luego busqué a
Ágata y le pedí que me entregara a nuestro hijo que, aunque a escondidas, yo
cuidaría de él como era debido, porque si bien el pequeño había tenido la
suerte de nacer sano y normal, no tardaría en enfermar en aquel ambiente
infestado de gatos. Cuando le hablé de ello, las aguas claras de sus pupilas se
enturbiaron de ira y me dijo que los humanos estábamos más infestados por la
maldad que aquellos “inocentes” animales y que no soñara con que me entregaría
al niño. Luego supe que lo dejó morir de hambre y que sus padres, avergonzados,
dijeron que el niño había fallecido de causa natural, víctima de una enfermedad
congénita. Aquella mentira me llenó de ira porque yo había pagado y verificado
con el ginecólogo los estudios requeridos, los cuales no arrojaron morbilidad
en el feto. Guardé silencio, temiendo que mi mujer y mis tres hijas se
enteraran, pero Ágata se encargó de hacerles saber la verdad de mi paternidad
aberrante, y les mintió al decirles que yo la había violado camino a la
escuela. Mi moral, mi trabajo y mi hogar se despeñaron sin retorno, y ahora,
mucho más viejo y cansado, desempleado y decepcionado de la incurable
injusticia del mundo, deambulo por las calles de este pueblo y apenas subsisto
debido al ejercicio de la caridad pública.
HORACIO Y
GRETA
Horacio:
¿Fuiste adonde el sacerdote?
Greta: Sí, lo
hice.
Horacio: ¿Y
qué te dijo?
Greta: Me dijo
que lo de Ágata es solo fantasía nuestra, que ella es como cualquier otro niño
al que le gustan los gatos.
Horacio:
¡Maldito! Si él viviera nuestro drama tal vez no hablaría así. ¿Le explicaste
el extraño comportamiento de Ágata?
Greta: Se lo
dije, pero se sonrió dubitativo y dijo que nuestras quimeras son expresión
natural de nuestros celos, debido a que Ágata prefiere la compañía de los gatos
a la nuestra, que con el correr del tiempo todo cambiará y que por ahora
nuestro deber es vacunar a los gatos para que en el futuro nuestra hija tenga
descendientes sanos y felices.
Horacio:
¡Desgraciado! Él también será responsable de mi acto.
Greta: ¿Qué
acto? No estarás pensando...
Horacio: ¡Sí,
estoy decidido! ¡La voy a eliminar junto a su asquerosa pandilla!
Greta: ¡Qué
horror!.. (se interrumpe el diálogo y entra Ágata. Los tres guardan silencio y
la muchacha interpreta en los ojos de su padre el contenido de la conversación
y el propósito de éste).
ÁGATA
Algunos meses
antes de mi embarazo, Mesalina, Fenelón y yo planeamos expulsar a mis padres de
la casa. Yo había leído en los decepcionados ojos de mi padre la idea de
eliminarnos. Fue un imperdonable error de nuestra parte no cobrarle con la
muerte su intención, porque fueron ellos quienes nos expulsaron de la casa. Lo
decidieron cuando les impedí socorrer a su nieto, al que vieron morir de
hambre. No me creyeron cuando les dije que el niño no lloraba por hambre, sino
por simple ñoñería. La verdad era que mi leche pertenecía exclusivamente a mis
gatos.
El día en que
mi hijo murió, se lo entregué a sus abuelos para la ceremonia de sepultura,
alegando que mi dolor era muy grande para poder acompañar al engendro de mis
entrañas a su morada definitiva. Al regreso del cementerio mis progenitores se hicieron
acompañar de algunas personas decididas y nos expulsaron como a intrusos
aberrantes y usurpadores de un espacio que no les pertenecía. Ninguno de
nosotros salió herido y tuvimos la suerte de encontrar esta casucha
destartalada, la que fui acondicionando con diversos y extraños materiales
extraídos del bosque profundo durante muchas noches.
Para nuestra
dicha, mis felinos y yo nos adaptamos a este nuevo espacio, donde hemos tenido
la suerte de no haber sido importunados por humanos ni otros animales, hasta
ahora. Sin embargo, meses después de la reubicación sucedió una doble desgracia
que alteró por un tiempo nuestra forma de vida. Resultó que a Mesalina (que
alimentaba junto a mí a su nueva camada) de repente se le secaron las mamas,
como consecuencia de su nuevo embarazo. Entonces, como era lógico, todos los
gatos empezaron a nutrirse de mí; además, Fenelón dejó de requerirla y solo
tenía vista y deseos para mí. Mesalina fue azotada por los celos y aprovechó un
estado de indefensión mía en que yo lactaba a nuestros hijos para saltarme
directo a los ojos e iniciar su empeño de arrebatarme la luz. Fue una contienda
atroz. Recuerdo el desgarrador dolor cuando una de sus garras desinfló uno de
mis ojos. Recuerdo que Fenelón (intentando apartar a Mesalina de mi rostro, y
tratando de evitar que yo pudiera atrapar el ancho cuello de la agresora) se
enredó en batalla con ella. El escenario de aquella refriega a muerte era mi
joven y bella cara. Pronto sentí otro rayo de sombra penetrar en mi otro ojo,
pero tuve la fortuna de sostener entre mis manos el cuello de la enemiga, y lo
apreté con todas mis fuerzas, mientras gritaba estruendosamente de un dolor que
las palabras no pueden testimoniar, al tiempo que los recipientes que habían
contenido la luz de mis ojos se vaciaban lentamente en un rojo lagrimeo que se
derramaba por mi cuerpo. Recuerdo cuando tiré a cualquier lado el cuerpo sin
aliento de Mesalina. Entonces, al sumo dolor se agregó el miedo de que Fenelón
acabara con mi vida o que me abandonara, pero el animal empezó a lamer mis
heridas con inefable dulzura, al tiempo que me acariciarme con su sedoso
pelambre. En ese momento supe que no me
dejaría, a pesar de mi ceguera que ya sabía irreparable.
Todavía no
habían sanado mis heridas cuando se reinició nuestra íntima relación con
ímpetus inusitados, pero creo que nunca como en este momento en que evoco el
fantasma de mi vida pasada, Fenelón había estado tan ansioso y urgido de mi
entristecida carne.
Han pasado muchos años desde que vivimos
aquí, y son incontables los gatos nacidos en este refugio y los que han venido
a alojarse en él, así como todos los que se han ido buscando sus parejas y sus
destinos. Sin embargo, Fenelón siempre ha permanecido a mi lado. No dudo que
haya tenido amores fortuitos y montunos, pero no lo considero infidelidad; su
fidelidad ha sido su eterna permanencia a mi lado. No, no le exijo que se
someta a la exclusividad de mi sexo de mascada de vieja...
FIN